Texto publicado en Diario de Navarra (13-X-2020)
El Día de la Hispanidad del 2020 deja lugar a pocas dudas sobre el prestigio de la Corona. Algunas encuestas afirman que alrededor la mitad de la población no apoya a su rey.
La corrupción del Emérito, amén de las dificultades del actual regente por granjearse simpatías fuera del centro-derecha constitucionalista (obsérvese la campaña Voces en Defensa de la Monarquía del ABC, vísperas del 12-O), hacen que la primera institución del Estado penda del último hilo que la sostiene: la estabilidad.
Es en el mismo ABC donde Antonio Garamendi, presidente de la CEOE, ha escrito que el rey “aporta la estabilidad sobre la que es preciso construir la recuperación económica”. Al margen del romanticismo que encarna la Corona, Don Juan Carlos I fue apartado de la Jefatura de Estado por perder la confianza que antaño generaba en el mercado exterior. No tanto porque el pueblo pida monarquía o república; simplemente, ya no era rentable.
En tanto que el Rey es máxima autoridad inamovible, su misión principal consiste en aportar seguridad a una economía llena de incertidumbres. La prolongación de mandatos presidenciales en potencias como Rusia (en otras palabras: convertir en zar a Vládimir Putin), o el incremento de fondos a la Corona en el Reino Unido, evidencian esta necesidad.
Felipe VI solo abdicará entonces bajo las mismas condiciones que su padre. Los reyes ya no se pliegan, como en el medievo, a la autoridad del Vaticano, pues el orden mundial no irradia ya de Roma. No es así descabellado vaticinar que, de venir a España una república, ésta deberá ser bipartidista, estable, con mandatos de larga duración, y una intervención popular en base a lo que sea financieramente sostenible. Muy lejos así de lo que pedía el difunto Julio Anguita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario